Era el año de 1182 y en Asís, Italia, en el seno de una familia acomoda esperaban con ansia al primogénito. El padre, un rico comerciante y su madre una burguesa dedicada a las labores del hogar. El padre no estaba presente cuando nació el niño, debido a sus múltiples negocios y lo nombraron Juan. A su regreso el Padre le cambia el nombre por Francisco al relacionarlo con el país de Francia donde sus negocios florecían.
El joven burgués se apasiona por ser un caballero, y pasa desapercibido el negocio de su padre, como comerciante.
En uno de sus incontables viajes cayó prisionero, fue entonces cuando escucha en su interior una voz que lo transforma, es cuando descubre su vocación y esa voz le hace una pregunta ¿Quién puede tratarte mejor el Señor o el sirviente? Es cuando busca refugiarse en Dios para que le revele su voluntad.
Su cambio fue radical y su aspecto se modificó de tal manera que forjó valores, virtudes, capacidades intrínsecas, relación profunda con su Creador a través de la naturaleza. Su amor desmedido lo llevó a descubrir profundidades nunca imaginadas y a proclamar el Evangelio dando testimonio de sencillez y humildad.
Encontraba a Dios en todo lo que lo rodeaba, su incansable búsqueda hizo que el Omnipotente le confiara una misión “Francisco, repara mi Iglesia que está en ruinas” pero a ¿qué iglesia se refería?
A la Iglesia humana, dónde encontró desacuerdos, conflictos, guerras, envidias, tristeza, depresión, desprecio, dónde reina la ley del más fuerte, sobre el más débil. Intransigencias, despersonalización, mentiras y el gran pecado de omisión.
Al descubrir Francisco la iglesia que su creador le encomendaba su alma se llenó de tristeza, pero se refugiaba en aquel a quién llamaba Padre Nuestro que estás en el cielo en su insistente oración.
Y con un corazón llenos de amor proclamó.
“Oh alto y glorioso Dios
Ilumina las tinieblas de mi corazón.
Dame fe recta, esperanza cierta, caridad perfecta,
sentido y conocimiento, Señor,
para cumplir tu santo y verás mandamiento.”
El 4 de octubre se lleva a cabo la celebración de San Francisco y nos da la oportunidad de reflexionar acerca de la importancia del desprendimiento de todo lo superficial para dar prioridad a lo trascendental, hermanándonos con todas las creaturas.